Nos reuníamos los martes de ocho a diez pm. En un lugar de
Coyoacán. A veces vino, cerveza, a veces pizza, jamás ensalada. El propósito
era claro: odiar a los hombres. No a la humanidad, la maldad, las empresas
contaminantes, las mineras canadienses hijas de puta que han saqueado el país
en los últimos años más que la mayor etapa de explotación de la Corona español,
a Trump. No, a odiar a los hombres. Los ex novios, los actuales, los futuros,
los hermanos, los padres, los maestros; a todos. A eso nos dedicábamos con
fruición, alevosía y enjundia. Y éramos buenas. Si concentrábamos todo el odio
podíamos eliminarlos de la faz de la tierra, creíamos. Rescatábamos historias
donde los protagonistas eran ellos y las víctimas eran las mujeres, sujetas con
alfileres al cuento de hadas: así debían ser las cosas: la inercia de las
relaciones destructivas.
La líder era Bertha, la más atrevida, obvio. Ante ella, la
hembra alfa de los documentales de animalitos, Ana y yo éramos unas zarigüeyas,
tímidas y escurridizas, pero dispuesta de igual manera a lanzar las flechas con
veneno.
El amor entre mujeres. Las relaciones más duraderas y constantes
sin el estorbo de lo masculino, al menos así era como lo explicaba Bertha. Asentíamos
por dos razones: porque estábamos de acuerdo y porque no solíamos contradecirla.
La base de una amistad sólida consiste en aceptar los roles.
-¿Por qué terminaste con Arturo? -le preguntó Ana.
-Lo de siempre, querida, no saben qué hacer conmigo. Porque los
hombres son/hacen/piensan (aquí consta como media hora de charla sobre los
hombres, ese género barbudo y deficiente, una subespecie, vamos) estúpidos,
controladores, cobardes, chantajistas, y bueno, mírame, se derriten y no saben
qué hacer. Por eso corren, ¿ves? Son cachorritos asustados. Mi poder los
intimida.
-Ahhh, ya -suspiró Ana, pensando en su amante nuevo, en si ya
habría recibido su último mensaje o no, en qué estaría haciendo en este
instante.
-Pues si ya sabes cómo son para qué vas -dije yo-. Quiero decir,
te emocionas una semana, cogen rico, te enganchas y luego cuando esperas algo
salen corriendo. ¿Por qué lo haces?
Debía ser el calor, seguramente. Bertha no solía escuchar la voz
de regreso. Ella hablaba por horas mientras Ana y yo actuábamos como muñecos de
peluche: suaves y sonrientes.
-¿Cómo que por qué? Pues linda, sabes bien por qué. Hay que
seguir intentando. No tenemos otra opción.
-Sí, podrías volverte lesbiana. Sería más fácil. Si los hombres
no te llenan, en todos los sentidos, ve con las mujeres.
-Ay, no. Son muy complejas.
-Uy, pues e que quieres todo. Los hombres nunca saben qué hacer,
qué decir. Además, siempre sales con el mismo sujeto: gris, achicopalado, medio
tristón… apegado su madre. Incapaz de hablar fuerte, coño, hasta de volumen
carecen esos pobrecitos.
Bertha dio un trago a su vino. Quiso reírse, y Ana ayudó con una
risita nerviosa. Ana dijo: -Bueno Karla, no es para tanto, a mí Arturo me caía
bien, trataba muy bien a Bertha, era hasta amoroso.
No sé por qué imaginé que sería mi llamado a callarme. Tomé la
botella de vino y cambié le tema.
Eso funcionó por un rato. Hablamos de personas de la uni, de
cómo le estaba yendo a un par de profesores mediocres que se creían mucho. La
risa nos salvó, de nuevo, de pensar en nosotras mismas.
Porque Bertha, tan segura ella, tan feliz ella, quería olvidar,
o eso dijo, a uno de sus últimos novios. Se los buscaba como bolsos de mano:
pequeños, mudos aunque feos y bastante simplones. Debía ser porque le gustaba
ser más grande, más inteligente, más hermosa que ellos. La intimidación era su
estrategia, su rabia sexual. Y debía serlo. Al menos le funcionaba. El cuerpo,
esa máquina de poder, era su táctica. Ana, la otra amiga, la maestra de
escuela, asentía. No solía discutir nada, como yo. Ana no había tenido novio
nunca, solía llamarle ex a un tipo con el que se fue a vivir unos meses y que
no volvió a ver nunca. Desde entonces sólo cogía por ahí, por allá. Pero quién
soy yo para juzgar. Verlas a ellas es verme también a mí. Dos matrimonios,
cinco empleos distintos entre sí y varios amantes en fila india. Opté por
dejarlos de ver.
De pronto, Bertha mencionó a Arturo. Al parecer le había dado
like a una de sus fotos. Se soltó a hablar mierda de él, de cómo los hombres se
intimidan tanto con las mujeres poderosas, y más si están buenísimas como ella.
Que era un cobarde, un bueno para nada, torpe, pero que lo único que ella
extrañaba era coger con él.
-Pero eso es como hablar de un consolador con una persona
pegado, ¿no? -se me salió antes de que pudiera controlarme. De ahí no pude
parar: tus hombres son tus juguetes sexuales. Lo cual no tiene nada de malo,
¿pero has intentado salir con alguien que sea más como tú, más cercano a ti?
- ¿En serio tú conoces a un hombre brillante?
-Bueno, sí, uno que otro.
-Dime uno solo que sea brillante que no ande con alguna tarada
poca cosa. Porque los hombres brillantes sólo usan a las mujeres como sus
secretarias, ya deberías saberlo. Tú viviste con un artista.
Algo se rompió en ese momento. La alusión a mi matrimonio
fallido, la alusión a la única persona de la cual no hablo nunca, fue el
sacacorchos de la botella. Yo era el contenido de esa botella.
No recuerdo en sí toda la conversación. Recuerdo la furia,
algunos argumentos, la cara de Ana, los brazos de Ana queriendo tocarnos,
calmarnos. Los ojos de Ana, la voz de Ana llamándonos a la calma. El mesero que
llegó a preguntar si todo estaba bien.
Muchas veces he querido estar en el lugar de la gente. Lo he
intentado, cierro los ojos, imagino como hubiera sido si yo hubiera tenido un
padre o una madre así pero no lo logro, me temo. Estar en los zapatos del otro
sólo se me da si lo veo en una película, así contado como que no me salía.
Nunca el odio había sido dirigido hacia nosotras. Era como un
pacto. El odio es en tercera persona. Pero las piedras habían sido arrojadas y
levantadas. Las vi sin maquillaje. No sé bien si éramos feas o hermosas,
gordas, celulíticas. Sólo éramos unas mujeres a mitad de algo: la crisis de
edad, la madurez bruta, la confesión, la separación amorosa.
¿Podríamos vivir en crisis eterna? Es posible. ¿Perdonar, si
fuera el caso, a los padres, a los ex? ¿Perdonarnos? ¿Eso es posible? ¿Perdonar
que existimos y que deseamos cosas, personas?
Pensé en la generosidad de Roberto, el artista, su buen corazón,
su ambición que siempre estuvo encima de todo y de nosotros mismos. De nuestro
amor rebasado, de que detestaba a mis amigas (Bertha y Ana incluidas), de cómo
se desesperaba por mi falta de ambición, de cómo me salí yo de ahí, de esa
cúpula del amor, de esa burbuja, de esa cápsula espacial parecida a un supositorio.
De cómo tuvimos todo el amor del mundo y nos faltó construir lo otro: la
paciencia, la entrega, la voluntad de estar.
Y ella Bertha, ¿qué había tenido? Hombrecitos en serie, elegidos
por el azar de su dedo índice, uno como modelo del otro: callados, sin
personalidad, brutos, dispuestos a aceptar que una mujer decida todo por ellos.
Comprendieron que el amor es entrega absoluta y los pobres llegaron como
esclavos con manos extendidas: vacas al matadero del amor. Hombres que olvidaba
uno al día siguiente, nada notables, sin argumentos; hombres antidiscursivos:
no peleaban, cedían como animalitos complacientes. Como Ana. Es más, Ana sería
un mejor novio que esos tarados buenos para nada, mequetrefes sin rumbo.
Es lo que recuerdo. Bertha se quedó pálida, pasmada, varios
segundos y se fue diciendo que tenía que madrugar al día siguiente. Esa noche
Ana y yo comimos solas. Y no hablamos del tema. Nos concentramos en los demás
comensales, en hablar del clima, la belleza, el paisaje, la música de fondo,
algún niño que corría por ahí.
En casa pensé en todo a la vez: Roberto y su paranoia antes de
un concierto, Roberto creyendo que mi gripa era un sabotaje, que la vez que me
perdí por borracha y lo hice salir a buscarme en la madrugada era un sabotaje.
Todo era un sabotaje. Las tardes en la televisión, sin salir nunca, nunca de
casa porque los demás, mis amigos, en especial eran seres muy inferiores a
nosotros, aunque por nosotros quería decir él. Juzgaba a todos y nadie se
libraba de sus dientes mordaces una vez que decida comerlos. Directo a la
yugular. No sé cómo duramos tanto. Quizá yo era muy joven, me faltó comparar.
Debí haber visto otros hombres en la tienda, pero luego pasa que no podemos ver
nada más. Cuando menos lo pensé ya tenía la tarjeta de crédito en la mano y me
llevé a ese hombre simpático, sin saber qué pasaría después. De eso se trata,
supongo. No pensar en el después. Es una fiesta eterna el amor, donde no
contamos las copas de vino y tampoco pensamos que estaremos muertos en la cama
fría de la reseca, vomitando la euforia y la risa de la noche anterior.
Lo puedo ver ahora: el amor es el engaño más delicado, a nadie
le advierten. Es más, todos celebran el amor, felicitan al amante.
Un complot para lo que vendría luego: el amor es la cobertura de
chocolate. ¿Has visto esa cobertura que llega suave sobre el helado y luego se
pone dura como costra? Se hace de aceite. Es grasa y azúcar cubriendo la
frialdad del helado, más azúcar. Cuando subas 10 kilos sin saber por qué, nadie
dirá que fue por el placer de la vida, el “mereces todo” y demás zalamerías. No
sé si merecemos amor. El amor quema y deja cicatrices. Los quemados vemos con
mayor claridad. Olemos el incendio en encendedores. Olemos el incendio en cigarros
encendidos a metro de la nariz. Estamos malditos por eso. Los posibles amorosos
también nos huelen.
Lo teníamos todo, pero no sabíamos qué significaba tener ni que
era todo. No hasta muchos años después cuando, claro, hubiéramos dejado de
tener y de serlo todo. Éramos buzos en el fondo de la piscina buscando un tiburón
y sorprendiéndonos de no hallar nada, un agua turbia quizá, pero nada más. Lo teníamos
todo.
El amor, esa identidad tan endiosada como una estampita
religiosa en la cartera, la señal de la santa cruz que nos pone la madre en
cuanto salimos de viaje. El amor, ese jardín de pocas, breves rosas rodeadas de
espinas como soldados afuera de la casa de algún político paranoico. El amor,
florero de cristal que guarda bichos al tercer día.
El amor lo justifica todo, dicen. Que lo debe todo, aseguran. Al
que deberíamos estar rendidos desde el momento en que abrimos los ojos en este
mundo hasta que el corazón se paraliza. Las personas hacen tantas cosas en su
nombre que sería inútil decir qué funciona en el mundo de los seres humanos. En
contraparte al amor no esta el odio como diría cualquier libro de texto sobre
la naturaleza humana; la contraparte es la indiferencia, la estructura fría, antisentimental,
el raciocinio en extremo, la cabeza por sobre los hombros. El odio, por otro
lado, es un paisaje de tonos intensos. Sabe esperar, confía, analiza, y procura
no ceder ante las primeras embestidas. Prepara, de manera meticulosa, su
placer. Porque no hay odio sin el placer de odiar, eso me lo enseñaron mis
mejores amigas, las odiadoras.
Decimos que queremos conocer a la gente, pero no, no es la
verdad. No queremos salir de nosotros mismos. A Ana no la volvimos a ver,
conoció a un chico en tinder y dejó de ir los martes con nosotras. La perdió el
amor, y supo que el sueño de su vida era ése: estar con alguien, llegar a casa
y ver a ese alguien. Bertha logró todos los ascensos en su carrera, era
imparable y poderos, y siguió coleccionando muñequitos inflables que cambiaba
cada tres meses. “Nadie está a mi altura” dice en las fiestas cuando hay mucha
gente y la gente asiente intimidada por la belleza, la presencia, el cuerpo de Bertha;
pero si estamos ella y yo solas, en la cocina, nos miramos y no decimos nada. Aprendí
a respetar su debilidad. Ella aprendió a reconocer mi nuevo liderazgo salido de
quién sabe dónde.
Me concentré en mi trabajo. No logré ningún ascenso, es más, conforme
me volvía mayor ganaba menos, lo cual me parece paradójico. No tengo tiempo
para los hombres que aparecen por mí (yo soy un espectro donde ellos
fantasmean), o suelen estar fascinados o muy agradecidos, pero se van. Soy una
estación de tren o de metro. Me acostumbro a despedirlos con dignidad y entereza.
No volví a depender del deseo y eso me liberó de la prisión que es el cuerpo. No
sé si gané o perdí. A estas alturas no tiene la menor importancia.
Bertha y yo somos ahora las hembras alfa y nos vemos en su casa
o en la mía con las nuevas adeptas al clan, a veces hay adeptos, pero suelen
ser homosexuales u hombres muy jóvenes aprendiendo el camino.
Hablamos de Ana como alguien muy lejano en la vida, o quizá siempre
lo fue. Ana estaba destinada a una vida aburrida pero larga, destinada a lo que
la mayoría considera un final feliz: el final del amor, los hijos, la vida doméstica.
Ana, la más femenina de las tres, la más amorosa, la más incomprensible. Con su
partida, Bertha se puso radical: ahora da charlas furiosas sobre la mejor
manera para combatir el mundo “capitalista y patriarcal”, en que debemos
sembrar todos juntos una huerta y vivir en casas compartidas. Yo la dejo creer
en todo eso y hacemos planes, después de todo, el odio necesita leña para arder
y yo me había cansado de soplar el mínimo fuego que quedaba.
No es fácil conocer a las personas. Deberíamos no hacerlo, pero
una vez que lo hacemos intentemos llegar hasta donde haya asfalto. Algo quedará
de ello. Las personas son una combinación de esquizofrenia y rabia, o creaturas
queriendo soltar el llanto al primero que pase.
No es fácil, por otro lado, conocerse a uno mismo. Si llegamos a
los 98 años de edad, lo cual dudo e incluso desconfío de ello, estaremos sorprendidas
por nuestra propia naturaleza esquiva, voluble y agitada. Muñequitas rusas que
adentro, en un lugar de otra muñeca más pequeña, concentran una yema amarilla,
una yema hecha de odio y pus pero llena, contra todos los propósitos, de una
esperanza rancia.
-
Brenda Ríos
Autora de La sexta casa (Secretaría de Cultura- Instituto
Sinaloense de Cultura, 2018)