miércoles, 1 de mayo de 2019

Melancolerías o un chismoso en una fiesta





Mientras Margarita ponía la sinfonola, las de a lado platicaban de lo que le pasó a Rafaelito. Todo olía a flores, las que le trajeron a la hija, porque el novio se quería lucir. La más chica de los de atrás tenía el corazón sangrando y le ardía el alma por un cabrón, supo que la engañó con alguien de la esquina, al parecer su mejor amiga (pinche cabrón). 
Cuando comenzó la música, la de las trenzas blancas se apretó las manos y le escondió la botella de chínguere al abuelo, que justo estaba acostado en la cama viendo por la ventana. Afuera en las sillitas de madera platicaban los hermanos, se atajaban del sol debajo de la escalera adornada con macetas, uno le explicaba al otro que ocupaba consejos de alguien porque ya los remedios no le funcionaban. El catrín alto y trajeado recargado en la pared se acomodaba el pantalón de la erupción volcánica que le ocasionó alguien, creo el meneo de Margarita. La madre preparaba camarones al diablo, ya quería terminar y salir fugazmente de la cocina; mientras tanto, en el patio, ya Margarita envuelta en el baile, cerraba los ojos y volteaba hacia el cosmos pensando en que sólo un tiempo más en esta vida y dejaremos de existir, bajó la cabeza y sólo espera a que cuando eso suceda continuemos viviendo en la mente de alguien. 
Tal vez sean cosas, ideas, que no tienen sustancia o utilidad, pero para ella era mucho. Yo la veo desde la ventana; sabe que estamos envejeciendo, que no nos hace falta nada, que algunos tienen los corazones llenos, otros dichosos,  y los demás ven la vida pasando con la cara al viento,  en fin, pero todos anduvimos en el camino. 
Suena la música,    
luego ella alza las manos al cielo y todos se levantan a bailar;  
después, finjen que en ese baile de los bailes 
todos somos importantes.






-Horacio Chirino










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