Llevo muchas cosas a la mesa,
llevo huevo, el pan, el pollo, la leche...
llevo cosas a la mesa.
A veces sólo llevo las llaves.
Soy la única que se preocupa por llenar el vacío que hay en la mesa;
a veces no basta con dejar un florero o un servilletero.
A veces sólo basta con llenarlo de pláticas sin necesidad de llegar al chismerío, o bueno,
si, pero que sea de alguien lejano, como la tipa de la esquina o el vecino con su perro,
pero también a que llenar ese vacío con palabras tontas y sin sentido:
-¡Perra!
-...son las cuatro y cuarto.
-¿Me sirves más?
- ¡Supo rico!
-¿Me das un beso?
-Pásame la sal...
-Hace...
-...
Los últimos son los mejores, son los silencios.
O por el contrario, los ruiditos del agua de melón pasando por su garganta. Los latidos del corazón no cuentan, porque esos ya se escuchan en la cama.
Llevo cosas a la mesa para llenarla de cosas que nos nutran el alma y nos den ganas de salir por más y no ganas de salir por lo que no hay en casa.
Pongo en el centro, a lado del servilletero, lo principal, fruta, el azúcar, la sal; para adornarla pongo un florero, a veces pongo el café...
A los lados, en cada lugar de la silla, pongo los platos y las cucharas.
Cuando no tengo nada pongo sin sentires, desahogos, sin sabores, gritos, pero también olores a tequila con bailes arriba de la mesa. Pero arriba de otras mesas, en mi mesa no porque esa se respeta,
o bueno,
admito,
si se baila, pero cuando estoy loca.
En fin de todo un poco llevo a la mesa.
-Horacio Chirino
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