viernes, 25 de noviembre de 2016



-Bueno, nos veremos, supongo.

El viento arrastró las hojas muertas hasta ella golpeandole las botas.

-Claro. -dijo él.

Y se miraron a los ojos, de a de veras, como nunca, como para despedise con un beso cercas de la boca y fingir que fue un accidente, como si estuvieran cediendo ambos de hacerce el amor en la calle, o en el peor de los casos, como dos enamorados perdidos y encontrándose apenas sólo para despedirse y morir en la silla eléctrica. 
Los miraba uno y de verdad que causaban envidia.


Y es que ese " claro" era una ilusión,  una esperanza para ella, porque le daba motivos para seguir investigando acerca de astronomía, alguno que otro escrito de Modiano y también de arquitectura, y así sorprenderlo (un poco más) la proxima cita.
Pero era de en vano porque eso no iba a ponerlo en práctica, no iba volver a platicarlo, así que lo tendría que olvidar como él lo haría con ella; ya que jamás le volvería a llamar.
Entonces quien moriría en la tal silla eléctrica era ella por cometer el delito de mentirse; ya que suponía que él estaba sorprendido con ella y con todas aquellas cosas.

Pero a decir verdad, él también tuvo culpa, pues cometió el delito de mentirle, de darle más que una esperanza, de enamorarla, de abusar de su confianza, de hacerle creer que le sorprendía, que le interesaba y de que aquellas palabras que le dijo eran la copia fiel de una canción vieja; que el café de aquella vez no era más que para pasar el rato, que los "te quiero" eran para darle sentido al estar juntos y que los días nublados para estar abrazados en ese sofá viendo la tele, eran porque no tenía nada que hacer y no por la gracia de la señora divina de Santa Clara; santa en la que ella creía. 

Entonces ambos son culpables, ambos merecen morir en la silla eléctrica por mentira y abuso de confianza, por asumir cosas que no son, por dar por hecho algo que no es, por cometer ese delito, ese delito de mentirse ambos y a uno mismo.

  -Horacio Chirino




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